domingo, agosto 24, 2008

UNA DE NAVIDAD

Javier Velazco
transcripción: LAMP.

Merry Christmas, Mister Himmler

Existen cuando menos dos visiones disidentes en torno a los rituales navideños: la del pino y la del pavo. Crucificado entre flamas eléctricas incandescentes, sus ramas día a día vencidas por el peso de la multitud de adornos agobiantes, el pino navideño es incapaz de comprender la utilidad presunta de su martirio. De ahí que, ya en enero, se le mire agonizar en los tiraderos de basura con el rictus estupefacto de quien murió por nada. Por su parte, el pavito comprende plenamente el móvil de su exterminio -sobre todo desde el aciago día en que atisbó a sus amos eructando a Mamá-, pero ello no le ayuda a convenir con el ritual macabro por el cual una fraternal pandilla de asesinos brinda y se felicita en nombre de los más nobles sentimientos, mientras su mutilado cadáver yace entre tenedores y cuchillos que se fingen ingenuos.

Al calor de su rozagante agonía, el pino navideño envidia a esas secoyas corpulentas que terminan sus días convertidas en Obras completas de Dostoievski, o aquellos dignos robles cuyo cuerpo es empleado para construir cabañas en el bosque, y hasta a los pobres palos rasurados que arden sobre las llamas de una hoguera. Cualquier fatalidad, opina nuestro pino, es preferible a continuar muriéndose como un bufón enmudecido. No es pues, de extrañar que en la escala de valores morales de los árboles hasta los mismos pájaros carpinteros ocupen un lugar superior a las personas.
¿Qué habría dicho Jesús Nazareno, de oficio carpintero, de saber que millones de colegas sufrirían desbasto y encarecimiento de materia prima por causa de incontables árboles destinados a celebrar Su cumpleaños? ¿Cuál sería Su opinión al comprobar que la base de cada uno de esos pinos navideños es una sintomática cruz, con sus correspondientes clavos? En este punto el pino entra en consideraciones políticas concernientes a sus más elementales derechos botánicos, por lo que vale más prestar oídos a las precisiones del pavo.

Libre de la espectacularidad que trae una crucifixión intensamente iluminada, el pavo considera que su puntual degüello guarda una relación de causa-efecto con las zonas más oscuras del alma humana, mismas que permanecen convenientemente guarecidas durante las festividades decembrinas. Pues pasa que mientras al pino navideño se le inmola en la sala de la casa, donde tarde o temprano habrá un sensato que tenga la delicadeza de comprar algún pino artificial, la sangre del pavito se derrama en la negrura de cualquier patio pringoso, lejos de los ojitos angelicales de esos niños que contentos repiten: Pollito-chicken, gallina-hen.

Se sabe que en algunos patíbulos nazis había facilidades tan humanitarias como la providencial botella de cognac, que permitía sobrellevar el trago amargo. Pues evidentemente el coñaquito no era para el condenado, sino para el verdugo, que tendía a estresarse después de un cierto número de ahorcados. Tratándose de pavos, hay verdugos que gustan de bañar el cadáver en cognac, acaso para adormecer las culpas de los comensales. Sólo que en Navidad no experimentan culpas ni quienes las celebran en la cárcel, puesto que la festividad en sí crea un halo de sublimada inocencia que nos da membresía en el bando de los buenos. A esta exquisita forma de anestesia, la llamamos espíritu navideño: una suerte de tregua con los íntimos monstruos, que de un instante a otro nos conceden lo que al pavo le niegan: esa noche de paz a cuyo término vendrá Papá Noel a surtir los pedidos de la estación. ¿Qué podría pedirle un pavo a Santa Claus? Hasta donde se sabe, toda las cartas de los guajolotes coinciden en la misma vieja petición: piedad.

Decidido a llegar al huacal del problema, el pavo profundiza en la naturaleza de los regalos navideños, cuya función, nos dice, no es otra que olvidar el crimen cometido, para así perpetuar el ritual sanguinario. A partir de este punto, sus teorías adolecen de un bolchevismo avícola que resta seriedad a sus reclamos. Todas esas ideas extravagantes según las cuales una sola pluma vale más que mil manos, o aquella que sostiene que el Espíritu Santo, no es paloma, sino guajolote, no hacen más que dar alas al verdugo.

En diciembre cuando el año está a punto de morir los humanos empalan a un humano de verdad y degüellan a un pavo de carne, huesos y plumas; pero llegando enero comienzan el nuevo año con los buenos propósitos que los llevan a introducir niños de plástico en la tradicional Rosca de Reyes. Y ya el 2 de febrero abundan quienes llevan a sus animalitos a bendecir, aún si esa misma noche los van a convertir en tamales.

Por todo lo anterior tanto el pavo como el pino han sido convenientemente silenciados por los coros de villancicos navideños que todo el día escapan de las bocinas del supermercado. Tal como empleados y cajeras lo reconocen en privado, los villancicos suenan para acallar las quejas de los pinos, amén de ser completamente inaudibles los estremecedores lamentos de las almas de los pavos. Una vez que la víctima es llevada a las afueras del super, los gritos de los niños se encargan de suplir el trabajo de los villancicos. ¿Por qué gritan los niños? En este punto tanto el pino como el pavo están de acuerdo: los niños gritan de pura alegría pues se saben a salvo de acabar en la rosca donde antiguamente, cuando las cosas aún se hacían a conciencia, morían sofocados entre el migajón.